Mientras los amantes del queso suelen decir que un queso nunca está lo suficientemente maduro, lo contrario se puede decir de un queso fresco: cuanto más inmaduro, mejor. Después de tan solo dos semanas de su elaboración, ya es demasiado viejo. ¡Y con razón!
El queso fresco es un queso no madurado con un contenido de agua relativamente alto (60-80 %), que se consume directamente después de su elaboración y, a no ser que se procese, no se puede ni se debe conservar durante mucho tiempo. En qué consiste exactamente el queso fresco, su denominación y su elaboración varían en función del país, la región y el productor. No obstante, el punto de partida es siempre y en cualquier lugar la leche (normalmente pasteurizada) de vacas, ovejas o cabras. Y, por supuesto, los lactobacilos o el cuajo naturales, que se obtienen del estómago de los terneros jóvenes. Es preciso asegurarse de que la leche se coagula y que la cuajada se separa del suero. Una vez compactado en un molde perforado y drenado, el resultado es un queso con una consistencia más o menos firme y un sabor delicado, suave, ligeramente ácido y salado. No se recomienda añadir sal, si bien se puede utilizar crema, lo que incrementaría el contenido de grasa hasta el 75 %.
Cuando se aromatiza con hierbas, nueces y especias, el queso fresco es un dip versátil para acompañar frutas y verduras frescas, pescado o carne. Es un relleno tan popular como sencillo pero sofisticado de pastelitos, bollos de hojaldre, ravioli y albóndigas, y se puede untar en pan. El queso fresco es la base perfecta de una gran variedad de sopas, salsas y aderezos para ensaladas, y aporta a los guisos de verduras y gratinados un toque especial. Por último, pero no menos importante, el queso fresco y el requesón son ideales para elaborar pasteles y tartas tan ligeros como el aire.